¡Hola! Me llamo María y tengo cinco años. Cuando nací mi cerebro estaba preparado para protegerme y por suerte también lo estaban mis padres. Mi tallo cerebral estaba listo para ayudarme a decidir si el mundo en el que estaba entrando era un lugar seguro. Esta parte esencial de mi cerebro estaba en línea desde el primer momento en que mis padres me tomaron en sus brazos, me miraron y sonrieron frente a la maravillosa y a la vez miedosa perspectiva de que su vida nunca más sería la misma.
Mi pequeña cabeza de 35 cm de circunferencia ya venía equipada para escanear mi entorno y decirle a mi cuerpo cómo reaccionar frente a una amenaza. Me daba varias opciones. Pelear, escapar o rendirme. De estas opciones solo dos estaban habilitadas para mi. Pelear era la mas útil ya que escaparme no era una posibilidad por la poca movilidad que tenía y rendirme solo podría suceder si nadie respondía a mis necesidades. Peleaba entonces, no con puños ni patadas porque claramente mi cuerpito frágil y descoordinado todavía no lograba esta hazaña, pero sí con el llanto y los gritos agudos que alertaban a mi madre de que algo me pasaba. Ella todavía no sabía que ocurría. Podía ser frio, hambre, dolor, sueño o simplemente la necesidad de sentir su calorcito y escuchar el latido de su corazón. Al responder a mis suplicas, tenderme unos brazos amorosos e intentar suplir mis necesidades con todas sus fuerzas, yo empecé a entender que este mundo a su lado Sí era un lugar seguro. Muchas veces me desperté a media noche con este mismo llanto intenso y a pesar del cansancio extremo del trabajo del día, ella se empeñó en mandarme siempre el mensaje, ya fuera con besos, abrazos, caricias, meciéndome en sus brazos o simplemente estando al alcance de mi sentido del olfato, de que yo podía contar con ella y de que a su lado este mundo sería un lugar seguro. Por eso la llamé mi cuidadora primaria. Desde luego que no siempre me calmaba instantáneamente pero su respiración y las palabras “respira, estas a salvo, yo estoy acá, tu puedes con esto” todavía resuenan en mi cabeza.
Cuando nací mi cerebro estaba preparado para protegerme y por suerte también lo estaban mis padres.
Al entender que este mundo sí es un lugar seguro, mi cerebro empezó a crecer y los caminos neuronales empezaron a formarse sanamente, de manera que mi cuerpo podía relajarse de vez en cuando y aprender algunas otras cosas maravillosas del mundo a mi alrededor. Me di cuenta entonces de la importancia de este cuidador primario y de nombrar algunos otros “secundarios” que cumplían su papel de darme seguridad en caso de que mamá no pudiera estar. Al ir creciendo entendí que no estábamos solo mamá y yo en este mundo y que ella era ella y yo era yo y que a veces algunas personas podían darme esta seguridad si ella faltaba. Entonces nombré a un par de cuidadores secundarios que podían ser mi papá o mis abuelos o mi nana o mi profe. Todos importantísimos para seguir fortaleciendo la noción de que el mundo en el que nací es un lugar seguro.
Con esta seguridad en mano comprendí también que mis relaciones con estos seres tan importantes eran vitales para mi bienestar y me di cuenta que sus estados de ánimo influían enormemente sobre los míos. Si mamá, papá o nana estaban teniendo un mal día, lo más probable es que yo también. Si mamá lograba sonreír, tomar aire y relajarse antes de alzarme, yo también podía relajarme y darle esa tan esperada sonrisa al final de un largo día de trabajo.
Con cada momento de contacto visual, en el que parecía que el mundo a mi alrededor se desvanecía y yo podía simplemente sentir las manos de mis cuidadores acariciándome y ver sus ojos brillar con una sonrisa, comencé a entender que mi cerebro ya estaba listo para abrir otra puerta importante. La puerta del mundo social en el que pertenecer, ser valorado , amado y aceptado es fundamental para poder ver lo mejor en mí y en los demás y para poder solucionar cualquier conflicto que me traiga la vida. Esta apertura prendió la luz de mi estado emocional y florecieron mis emociones, mis creencias acerca del mundo y de mi.
Los ojos de mis cuidadores fueron para mi como dos corazones abiertos, siempre dispuestos a validar mis emociones y a mostrarme las opciones que tenía frente a cualquier circunstancia. Entendí que cuando me caía y me dolía, podía llorar y sentir. Entendí que siempre tengo la opción de escoger y que estas decisiones y sus consecuencias son mías. Entonces mi visión del mundo se empezó a crear como un lugar seguro donde soy única, irremplazable y valiosa. Donde mis errores son oportunidades para aprender y los momentos difíciles son el momento perfecto para repetir las palabras de mi madre “respira, estas a salvo, tu puedes con esto ”.
Encontré en las respuestas de mis padres ante las situaciones adversas un conjunto de herramientas para solucionar los problemas con mis amigos y mis conflictos del día a día. Recuerdo un día en el parque en el que yo me moría por montarme en el columpio y todos estaban ocupados. Miraba fijamente mientras los niños se mecían hacia delante y hacia atrás y de pronto sentí las lagrimas en mis ojos y la sensación de impotencia me invadió. Grité y lloré así como lo hacia recién nacida para que mi mamá o alguien me ayudara. Ya no me sentía tan aceptada amada y valorada. Me sentía impotente. Entonces llego mi mamá. La sentí respirar a metros de distancia. Se arrodilló frente a mi y me dijo “tus ojos están frunciéndose así, tus labios están temblando así y tus manos están tensionándose así” Entonces la miré y en ese instante volví a sentir cómo su estado interno regulaba el mío. “Pareces estar frustrada” me dijo, “Tu querías un turno en el columpio. Puedes esperar a que se desocupe uno o puedes pedir un turno. ¿Cuál prefieres?” Y en ese momento entendí que podía escoger lo que quería y que yo era dueña de mis emociones. De alguna manera mi mamá me prestó su lógica y pude resolver el problema. Fue así como se abrió un mundo nuevo de posibilidades y reconocí que mi cerebro logra regularse y ayudarme a organizarme todos los días para poder sentirme segura, aceptada y capaz de resolver conflictos.
Claramente mi cerebro no está formado todavía del todo y por suerte siempre podemos aprender o desaprender algo. Agradezco a mi madre consciente que me preste su estado ejecutivo para aprender a resolver los problemas, a ser empática y a ver lo mejor en los demás.